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Para leer en cuerpo y alma. Por Luis Felipe Rojas Rosabal.

diciembre 5, 2008

Entre los laberintos de mi mente que se atrofia día a día y se deja atrofiar, hay espacio para un manojo de libros que me hicieron temblar cuando iba pasando de la adolescencia a la juventud. En ese montoncito de libros siempre hubo uno de poesía. Empecé por Martí y Vallejo y luego Eliseo Diego, Whitman, Byron, Pushkin y Raúl Hernández Novás. Así de variopinta fue la entrada.
Siempre recurro a los poetas y las poetas cuando voy cuesta abajo, pero en los últimos años una imantación me acompaña. Tengo amigos escritores, más poetas que prosistas y me regalan sus libros, porque se conduelen de mí, por vanidad o por la secreta complicidad del buen lector, esa que no te permite leer a solas y te hace compartir la arquitectura de un libro.
Hace unos meses me regalaron En cuerpo y el alma, el último poemario publicado de Jorge Olivera Castillo. Para los que no lo conocen Olivera es un hombre que ha sido condenado podrirse en una oscura celda por decir cuatro verdades sobre su país. La poesía lo acompaña en las oscuridades de la calle Merced, en La Habana, como en esa libertad a medias (extrapenal) que le confirieron hace ya dos años.
Jorge anda con un juguete nuevo, el Pen Club de Praga acaba de publicarle un cuadernillo abarrotado de palabras. Le hicieron un regalo a sabiendas de que lo compartiría con nosotros.
Este libro es un parte meteorológico sobre el cuerpo de un hombre, sobre como vive su país sin libertad. La poesía de Jorge Olivera Castillo está tensada por la palabra angustia o por ese significando, esa nominalidad que adquiere la palabra angustia cuando se vuelve centro de la vida de un poeta. En Cuba se celebra una Feria Internacional del Libro, pero Jorge Olivera es un proscrito y no va poner su corpachón en La cabaña, es antigua cárcel donde el totalitarismo se cebó con la sangre de tantos cubanos. Puedo respirar debajo del agua/ porque me lo propongo/ y porque casi no tengo miedo.
Un hombre que “casi” no tiene miedo es un poco de dinamita suelta en la ciudad.
El catalejo de Olivera se mete en las narices de la ciudad para mirarla quedo y silencioso.. Cuando su poesía se mete entre el tumulto que es La Habana para este condenado al olvido, entonces ella, un ciudad prohibida para muchos, se le ofrece, Digo que esta es una prisión liviana y abierta/ porque sin desplazamientos puedo ver el mar.// Tuve el placer de elegir mi sanción/ en un sufragio a prueba de fraudes.
(…)
Las fieras tienen hambre/ percibo sus intenciones con un close-up profundo// ahí, serenos e inmensos/ los depredadores haciendo gala de sus instintos.
Partícipe de una desgracia nacional, el poeta, el ciudadano Jorge Olivera Castillo no necesita pretextos para enrumbar su laberinto. Llegar hasta su casa en la Calle Merced, tocar un timbre “para que te abran desde arriba”, llegar adivinar cuál de los timbres superiores es el de su apartamento… las librerías de la ciudad no han exhibido en veinte años los libros de este poeta y narrador. Las revistas de La Habana como gran provincia e la literatura cubana están vedadas para él, los supuestos beneficios de la oleada editorial que vino con la implementación de las casas editoras territoriales “Risográfica” no lo benefició jamás.
Olivera se ha convertido en el poeta y el pintor de sí mismo, a sabiendas que pinta un país desde la manga del chaleco para dentro, y aunque los más avisados lectores de poesía en Cuba no puedan llegar a él, se agradece la enorme gestión del Pen Club de Praga, en la República Checa, esa mano tendida al poeta desconocido en su patria.
Desde la perspectiva de una espiritualidad concatenada con su destino de paria, hombre-existencia en busca de una luz al final del túnel, los poemas de Olivera intentan una humanización de esa fiera contemporánea en que nos hemos convertido: el amor, borrar el odio, la diferencia, la gracia y la desgracia de ser diferente, se juntan para devolvernos un sujeto poético incapaz de volver el rostro ante tanto derrumbe cotidiano.
Ahora sus poemas pueden pasarse de mano en mano, con el encargo de que nos devuelvan los ejemplares porque apenas una decena de ellos pudieron romper la aduana verdeolivo del aeropuerto “José Martí”.
Hay dos cosas que pudieran empañar la frescura de este libro. La primera es que Jorge Olivera no es un político, aún cuando un puntapié ideológico lo haya lanzado de bruces en una celda, en Guantánamo, a más de 900 kms de su Habana de fulgores y le hayan prometido 18 años de encierro, eso pudiera ir dejando un rastro de amargura entre los versos más logrados y la espesura de su pensamiento y verbigracia (conversar con él, escucharlo, es un estímulo sin par) que al final atolondren al poeta niño de: “Llevaré un girasol y la última sílaba del amanecer. / Suficiente para festejar nuestras inocencias.”
Olivera les debe a los poetas más sensibles del canon cubano, Eliseo, Lezama, Florit, Casal, Heredia, la Avellaneda… el estar alerta a la temperatura de su barrio, al entorno a donde quisiera estar un día, a esa paz soñada junto a su madre en siete años de separación (España, acerca hasta mí a mi madre). Se lo debe a ellos y no a la noción de poesía política o politizada de la última década. Los guiños escriturales a Raúl Rivero y Manuel Vázquez Portal son un agradecimiento gremial, cuestión de tiempo. Olivera sube por ese montoncito de cubanos ninguneados por la policía cultural hasta lograr la cima, y en vez de suicidarse, lanzar un grito de alerta, angustia. Olivera es Plácido otra vez, el negro Manzano, atado a su destino, esclavo-poeta-esclavo.
Segundo: a falta de un prólogo, Jorge Olivera nos antepuso una crónica suya sobre sus compañeros de infortunio, ya no aquellos ideológicamente juntados a él por el tribunal siniestro de la Primavera de 2003, sino de los desgraciados que a falta de salud, intentan contra el hilo de vida que les queda en las mazmorras socialistas, suicidas, laceradotes de la piel, gente que se cosió la boca..
Olivera Castillo no se atrevió a poetizar estas escenas por eso puso la crónica. En ves de una falta, es un distanciamiento circular que nos hace volver sobre la tragedia testimonial del binomio poesía-vida. Hubiéramos agradecido ahorrarnos la antesala, no lo necesita Jorge para regalarnos su poesía.
Sus versos se van empinar sobre la desgracia y la alegría, como el capullo de la palma real, los esfuerzos narratoriales de Jorge Olivera Castillo van a alumbrar a la patria que vendrá, el país de arena del inocente que conocimos en Gastón Vaquero. Por ahora lo tenemos aquí, lúcido y lucido, real, En cuerpo y alma.